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Pero no había únicamente rosas en la intimidad con– ventual del jardín de los Capuchinos; las había también en los jardines públicos de la ciudad; las había más nu– merosas en la hermosa Granja que la Diputación tenía establecida en medio de verde vega, por el camino de San Pedro de ·1os Huertos; las había numerosísimas en el amplio Parque creado al sur de la ciudad, pasada La Corredera. Los leoneses, como ocurre a casi todos los mortales que viven en grandes poblaciones, no sabían o no podían disfrutar de las rosas en las horas más propi– cias, que son las primeras de la mañana, cuando « blando céfiro mueve sus alas, empapadas de fresco rocío». Se encuentra entonces la atmósfera como en estado vir– ginal, el aire es más puro que nunca, y la luz, como si acabara de ser creada... Las flores, naturalmente, no pue– den negarse al encanto del amanecer, al beso del primer rayo de sol, y se abren como en un saludo al Creador bondadosísimo, y dan al mismo tiempo los «buenos días» a las demás creaturas, sus menos agraciadas hermanas: en el saludo va generosamente ofrecida la más exquisita porción de sus aromas. Con la plenitud de las rosas solía coincidir en junio la plenitud de las mieses. Por las fértiles «riberas» de la provincia, por sus meridionales campos de secano, ondu– laban bajo los últimos soplos de la primavera los trigos y las cebadas. Con mente de cosechero podría pensarse que la plenitud de tales mieses sólo la traía el sol de ju– lio, cuando ellas se ponían en sazón para la siega; mas a los ojos de un contemplativo amador de la belleza cam– pestre, esta última plenitud, plenitud amarilla, plenitud de cosa ya lograda, y por tanto acabada, plenitud de madurez, resultaba menos grata que la plenitud de ju– nio, cuando aún las espigas y los tallos llevaban altiva– mente el verdor de su lozanía. 116

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