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la extraña resonancia que obtuvo en el recinto una leve tos escapada maquinalmente de su garganta. Se dio cuen– ta entonces de que hasta sus mismos pasos, tan lentos y suaves, resonaban extrañamente. ¿Por qué no decir allí con sonora voz humana una palabra bonita que bajo las estrellas que se encendían fuera como la más alta expre– sión y consagración de aquel silencio sin igual? Se acordó entonces de haber leído que los tres vi– dentes de Fátima, ya antes de haber visto a la Virgen, tenían como entretenimiento muy querido el gritar mu– chas veces el nombre de María para que el eco se lo de– volviera. Jacinta, Lucía y Francisco descubrieron una buena mañana, en su vagar con el ganado por la Cova de Iría, que los montes iban repitiendo misteriosamente las pala– bras que ellos gritaban. Desde entonces se convirtió para ellos en un juego muy divertido el llamarse a gritos desde diversos puntos y escuchar al cabo de unos segundos cómo la misteriosa garganta de los montes decía limpiamente sus nombres propios, aquellos sus nombres personales que les pertenecían tan por entero. Pero un día se dieron cuenta de que era el nombre de María el que más limpia y bellamente repetían los ecos de los montes; y en ade– lante «María, María, María...» salía con frecuencia y durante largos ratos de su boca para escucharlo luego doblado por el eco, con lo que el nombre de la más alta criatura se iba esparciendo y como posando bienhechoramente so– bre las pobres cosas de la tierra. Si el P. Fidel se hubiera atrevido a gritar, perturban– do el silencio propio de una gran casa religiosa, su grito hubiese lanzado a los senos del espacio el nombre de la Madre de Dios..., porque ningún otro nombre podía ser tan legítimamente cantado en la noche última de mayo y en el jardín de una mansión franciscana. La discreción puso su regular peso en los labios del Padre para no dejarle vocear; pero el alma cantaba li– bremente: «Es más dulce tu nombre, María... » Con el último verso del cántico le vino el recuerdo de otra lectura: en la «Leyenda Dorada», de Longfellow, el príncipe Enrique le decía cierta vez a la angelical aldea– nita Elsa: 99
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