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el ponerse ya a echar cuentas sobre el fruto de una tan humilde corno ilusionada sementera que no se había he– cho más que empezar. Tenía, sin embargo, una pequeña noticia que le llenaba de satisfacción; una pequeña no– ticia recibida pocos días antes: «Azucena», jovenzuela de diecioho años que acababa de estrenar su título de Maestra Nacional cuando él em– pezó sus reuniones de los jueves con las chicas terciarias, había tenido una ocurrencia apostólica que hubiera llenado del más entrañable gozo al mismo S. Francisco. Ella había oído en la reunión última de abril aquello de que a se– mejanza de los árboles frutales, que antes de dar su lo– grado fruto ofrecen ya a la tierra la lluvia perfumada de sus pequeños pétalos, así debían las jóvenes cristianas ir haciendo una pequeña siembra de virtud y de bien por los caminos de su vida..., y trató de llevarlo a la práctica de la manera más literal y encantadora. Aún no tenía escuela propia, pero durante varias semanas hubo de ir a suplir a su madre en la escuela de un pueblecito pró– ximo a la capital, y se puso a «sembrar» repetidamente de papelitos el camino que hacía desde la estación al pueblo. Iba al pueblo por la mañana, y regresaba a su casa de León por la tarde. La hora de sembrar solía ser la del recorrido de la mañana; por la tarde se imponía el trabajo de preparar su sementera, escribiendo en nume– rosos papelitos frases escogidas del Evangelio, o cosas que también se le ocurrían a ella, o pensamientos entresa– cados de libros buenos... Sobre el polvo del camino irían luego cayendo disimuladamente aquellos papelitos al paso de ángel de «Azucena»: ella estaba segura de que no pocos de los que pasaban a diario por allí recogerían por curiosidad los papelitos que encontrasen, los leerían, y... ¡ quién sabe! Dios puede servirse de cualquier cosa para llevar la luz a un alma. El P. Fidel se había enterado no sabía cómo de la ocurrencia de la maestrita, y estaba sencillamente emocio– nado por el espíritu que revelaba. El frente de sombras de la noche avanzaba desde el Este. Ya algunos luceros especialmente brillantes iban po– niendo la gala de su luz en el firmamento semioscuro. Y el silencio del recoleto jardín conventual seguía siendo ca– si perfecto... Asombrado quedó de pronto el P. Fidel ante 98

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