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-220- han quemado ya su paladar con bebidas fuertes, que son incapaces de apreciar el sabor de los alimentos de– licados. Para esta clase de misioneros una torre, una iglesia, ua círculo, un contrato y otras cosas !parecidas constituyen una verdadera obsesión y en ellas desplie– gan durante meses y dias toda su actividad. Las peque– ñas y cuotidianas obligaciones del ministerio no cuen– tan apenas para nada; el retiro, el silencio, la vida in– terior, la oración, la visita a Jesús sacramentado, la quietud del confesionario, la solicitud de los enfermos, la instrucción de los neófitos y catecúmenos les cansan y ponen nerviosos; la visita a sus cristianos la hacen tar– de y deprisa. Pero en cambio allí se repara una iglesia, aquí se agranda una escuela, más allá se abre un cami– no, se recurre a la autoridad civil de todos los lugares, a los amigos y personas influyentes, se habla, se dis– cute, se grita, se castiga; en una palabra, se hace mu– cho ruido en derredor de la propia persona, pero la cris– tiandad permanece abandonada y las ovejas del rebaño sufren hambre y sed, por el descuido lamentable en que las tiene su pastor. Y este desgaste excesivo de actividad personal trae como consecuencia el agotamiento físico y espiri– tual del misionero, cuyas fuerzas tienen un límite de (re– sistencia, que nunca se traspasa impunemente. Somos como máquinas, que se gastan trabajando y necesita– mos reparar contínuamente las energías perdidas. Por eso el misionero que posee el verdadero celo es pru– dente y no se agota jamás, al contrario de lo que le su– cede al que se mueve en movimiento continuo por to– das partes, que se consume, se gasta, derrocha sus

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