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-115- bre su pecho, nos dice con admirable elocuencia cuales son sus aspiraciones y sus miras. Tanto el sabio como el misionero parten pletóricos de poesía y de entusiasmo, pero al volver son comple– tamente distintos. Así como el misionero no es miem– bro de ninguna comisión o sociedad científica, así tam– poco la misión es un foco de naturalistas o un centro de longitudes y observaciones astronómicas; y pretender que todo misionero sea un botánico o un etnólogo, es lo mismo que pedir a un químico la solución de un ca– so de moral o la liturgia de los sacramentos. Ante todo y siempre, misioneros: hombres de cien– cia, a veces y solo ocasionalmente y como adorno se– cundario. Tal debe ser nuestro programa apostólico. Misioneros, que sepan acercarse al lecho de los enfer– mos, al confesonario, al baptisterio, a la cristiandad que le ha sido confiada; misioneros que lleven al día sus li– bros de misión, que enseñen el catecismo, que pasen muchas horas en la capilla, que velen por los intereses espirituales de la Misión y del propio Vicariato; misio– neros que en los momentos difíciles no vayan a consul– tar al telescopio, al barómetro o al diccionario de cien– cias, sino al Crucifijo; misioneros que no busquen la tranquilidad y la paz en las distracciones, sino que va– yan a encontrarla a los pies del tabernáculo. Esto y só– lo esto es lo que constituye la verdadera ciencia del apostolado católico, ciencia que está al alcance de to– dos, que no exige largas ni costosas preparaciones, que ella sola basta y con la cual se llega hasta a hacer mi– lagros. Mientras que si solo poseemos la otra, no se– remos más que «aes sonnans aut cymbalumtinniens.»
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