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-104- dote o un religioso lleva en su parroquia o en su Con– vento. Podrá alguna vez acaecerle una aventura, que por lo común no sucede en nuestros países, pero ¿no sería vergonzoso e indigno de un sacerdote, el que por cosa tan pequeña y despreciable se creyera dispensado de cumplir la voluntad de Dios.? Además de que, como arriba dijimos, las condicio– nes en que se desarrolla una misión en nuestros días han cambiado grandemente en todas partes. Las caver– nas de las montañas, donde nuestros antecesores debían permanecer escondidos, para huír de la persecución y de las cuales salían clandestinamente para ir saltando como prófugos de cristiandad en crbtiandad, de familia en familia, existen todavía, pero sólo a título de san– tos recuerdos históricos de tan penosas persecuciones. Los disfraces, las fugas improvisadas, los viajes noc– turnos a pie y por senderos extraviados, o, a veces, escondidos, como mercancía de contrabando, en las bo– degas de un buque, las cadenas y garfios, las planchas rusientes, las varas y los látigos de cuero, las torturas de toda clase, en fin estas y otras «delicias» a las cua– les estaban siempre dispuestos y preparados nuestros misioneros, son ya del dominio de la historia y han pa– sado a los museos de antigüedades. Hoy las comuni– caciones son mejores y más seguras; la libertad de cul– tos está reconocida casi en todas partes por la ley y las costumbres; los tiempos heroicos de las misiones ya no existen y pueden tranquilamente marchar a ellas, aún los espíritus débiles y temerosos. Hora es ya de que sepamos mirar a las misiones y misioneros en su verda– dero aspecto, es decir, despojados de esa indumentaria

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