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hallaban discordes hasta querer beberse la sangre, y de esta suerte concilio muchos ánimos y evitó muchos homicidios. Consiguió aceptación universal con todo género de personas, singularmente con las de calidad más excelsa, que así en España como en otras Provincias seguía« su dictamen y abrazaban sus resoluciones, venerándolas como oráoslos, ya se ordenasen al común beneficio de la República, ya ai particular de Sa Religión; coa que la pudo otorgar en copioso número de conventos. Era tan grande la energía de sus palabras que nada persuadía que no alcanzase. Entre otros príncipes que le fueron apasionados deben contarse tres: don Juan Fernández de Velasco y Tobar, condestable y presidente de Castilla; don Juan de Zúñiga Avellaneda y Bazán, conde de Miranda y presidente de Castilla; y don Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, cardenal de la santa Iglesia romana, duque de Lerma y primer ministro del Rey Católico; los cuales todos solían decir que, aunque hubieran tenido la infelicidad de haber nacido infieles, sólo con oír a Fray Severo de Lucena vinieran al conocimiento de las verdades de nuestra santa fe. De aquí nació que cuando el duque cardenal dejó ia Corte y se retiró a Lerma, llevó consigo al siervo de Dios y le conservó en su compañía por mucho tiempo, confesando con grande ingenuidad que debía a su comunicación el desengaño, serenidad y consuelo con que se hallaba. Como vivió por tantos años en la Provincia de Valencia, era en ella muy venerado que hasta los mismos bandoleros oían con aprecio su nombre. En ocasiones se encontraba con ellos; exhortábalos, reprendíalos con tan vehementes razones, que rendidos muchos de ellos, dejaban aquel torpe ejercicio y se reducían a hacer penitencia de sus pecados. Habíase hecho tan dueño de esta desaforada gente, que los pasajeros, para caminar seguros, sacaban firmas del varón santo, y mostrándolas a cualquiera de los bandidos, no sólo no experimentaban en ellos violencias, pero antes hallaban amparo contra cualesquiera peligros. Profetizó, como ya notamos, muchos años antes de su fallecimiento, la parte en que le había de bailar la muerte, que fue el convento de la ciudad de Antequera, cuya fundación se debió a su 182

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