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frente de la diócesis ibarresa no habían de faltarle uno en Plaza Gutiérrez y otro en Peñaherrera, como hasta el presente (8). Con el mes de noviembre del 52 llegaba a Tulcán Marceliano de Lizaso. Realizó su travesía hasta La Guaira en el "Monte Amabal". Y la provincia de NCA, en cuyo servicio abnegado había perdido la salud, ni siquiera tuvo la mínima galantería de abonarle el pasaje. Se reclamó el importe al custodio Ruperto, cuyo caudal por aquellas fechas, según manifestó al angustiado Angel de Ucar, estaba reducido a una deuda de 5.000 sucres. Y el afligido Ruperto ha de recurrir a las fraternidades de lbarra y de Quito y al párroco señero de Mariano Acosta (9). Y al declinar el mes de diciembre (día 30) era destinado Padre Marceliano a Plaza Gutiérrez, en sustitución de Máximo de Arruazu, que pasaba a fundar en Playas. El día 7 de enero de 1953 organizaba Eusebio una flamante cabalgata de más 20 jinetes que salieron, horas de camino, a recibir a su nuevo párroco. Y el nuevo párroco, Marceliano, que apenas había ensayado montura, no llegó a jurar por ser cristiano viejo (joven en años); pero en tres días no consiguió desembarazarse enteramente del barro ni en siete aliviarse de las desolladuras. _¡ !- Cuando se le despidió Eusebio, párroco de Peñaherrera, que había sabido inyectarle cierta confianza, y cuando comprobó que ni en la iglesia le acompañaban los fieles por causa de las torrenciales lluvias, invadióle fiera angustia. "Anonadado en la más completa desolación y desaliento; la soledad de esta casita, completamente separada del pueblo, es espantosa y no hago sino darle vueltas y más vueltas a la cabeza, recordando la dicha de los que viven en convento". Le gustaría, ya que no desafiar el temporal, lanzarse al campo, visitar las familias, alternar con las gentes cuando cesen los aguaceros; pero teme que ni entonces va a poder expansionarse, porque la artritis, que por tres veces le había punzado duramente en Lecároz, se le había recrudecido con la excesiva humedad de aquel páramo. Suplica su incorporación inmediata a un convento. El custodio Ruperto, hombre experto, no desespera. Está seguro, manifiesta a Marceliano, que su desolación no tardará en disiparse. En efecto, pasó la tormenta a Dios gracias, responde el de Lizaso. Aquellas dos semanas de lluvia incesante, sin poder moverse del tugurio, los ataques de reuma, ciertos problemas que se le presentaron y no acertó a resolver, "la soledad, la miseria de estas iglesias, se me vino de golpe encima". Le repugna infinito meterse en proyectos de obras materiales; pero está ya enharinado. El abandono en que ha encontrado 468
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