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Mons. Pedro Rafael González, obispo diocesano de IbaJ.Ta, accediendo a la petición del supe1ior local, P. Alfonso María de Ager, concedió para la obra de restauración los pilares del antiguo monasterio de la Con– cepción, reducido a escombros por el te1Temoto de 1868; y que no han de ser otros que las soberbias columnas ben:oqueñas y monolíticas del claustro actual, salvo tal vez las que aguantan el tramo oriental levanta– do por el P. Serafín de Lezáun (años 1959-1961) (12). En la revista "Catolicismo" (Quito, enero 1961) se consigna: "para piso inferior del patio se han empleado columnas de piedra de un antiguo convento colonial". ¿A qué fecha se refiere? Que, por los trastornos políticos, quedó la obra inconclusa, según testifica Bartolomé de Igualada, tuvie– ron ocasión de comprobarlo en fechas sucesivas, el P. Clemente de Tulcán y el hermano fray Lorenzo de A1Taiz. Me asegura fray Lorenzo, maestro de obra de la restauración del ala norte, que las columnas sobre que está sustentada se tallaron, a imitación de las anteriores, en su tiempo por hábiles canteros de Ibarra. No sólo contribuyó a la primera restauración de la casa Mons. Pedro Rafael González, sino el presidente de la república, Dr. D. Luis Cordero, por una adjudicación de 200 sucres, mediante el ministro de justicia y cultos, y por una orden posterior, cursada a instancias del gobernador de Imbabura, general Vicente Fie1To, para que "con prefe– rencia y por dividendos moderados, según el estado mensual de la Tesorería de Imbabura", se destinaran 2.000 sucres a dicha obra. Con exiguas cantidades, por la penuria de fondos, se apuntaron el Concejo Municipal y el Cabildo Diocesano (13). El pueblo en general mostróse generoso en toda circunstancia con el limosnero capuchino. Cuando hacía su cuestación en la plaza del mercado, refiere el P. Matará, tenían que acompañarle tres o cuatro muchachos con sendos costales para cargar comestibles (papas, cebollas, coles, zapallos, fruta) que vendedores y compradores donaban a porfía. En otra ocasión le acompañaron varios vecinos de un pueblo distante como tres leguas de Ibarra, para traer "un camero, sesenta gallinas, seis cargas de maíz, huevos, velas, fruta, etc.; en otro pueblo le dieron una carga de sal; y en el valle (Chota) más de tres quintales de azúcar". Y cuando las campañas misionales, "en todas partes nos cargan de limos– nas; y al salir, damos a los pobres un resto abundante que nos queda" (14). Alivios ocasionales procedían de cierta costumbre muy anaigada entre la población rural: la bendición del ganado por los frailes francis– canos. Una vez que el sacerdote había hisopeado a las reses, (el rito parece reducido al lanar), se desataba el cordón y se llevaba como limosna de San Francisco cuantas cabezas alcanzase en la tirada. Y el dueño se tenía por afortunado cuando pasaban de cinco los caídos en suerte. Lo cuenta el P. Mataró en carta a su familia (Cronicón, p. 221). 26

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