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~8 ANUARIO MISIONA!. sobre un urgentlsimo asunto, que solo a los dos interesaba; y cuando lo vió lejos de su camarilla, lo apresó y lo ejecutó inmediatamente. Este golpe audaz sembró la consternación en todo su ejército, que huyó a la desbandada, comenzando por los jefes (22 de Febre– ro de 19d2.) Pero el golpe ofrecía mucho mayor extensión de lo que a pri– mera vista se creyó, pues el mismo día que tenían lugar esos acon– tecimientos en Lanchow, se alzaban también en Pingliang y en va– rias otras ciudade~. consiguiendo derrotar a los de Tchengkuilchang, y quedaban dueilos del campo. Los vencidos huyeron a la desbanda– da por montes y barrancos hacia Sifengchen, donde pensaban reha– cerse y poner un formidable dique a aquellos traidores. Esto fué causa de que a Sifengchen acudieran de todas partes las tropas del derrotado General, invadiendo materialmente todos lo:. edificios públicos y casas privadas de la ciudad. En nuestra es– tación misional entraron a cientos, invadiéndolo todo incluso las tan disputadas dependencias del Seminario... desalojando sin piedad a sus pacíficos moradores, y obligándoles a buscarse lugar en otra parte de la casa-misión. Qué espectáculo tan triste presentaban nuestros Seminaristas al atardecer de aquél tétrico día, cuando, con sus colchonetas al hombro y su hatillo de libros, pinceles y demás en– seres de escuela bajo el brazo, se presentaron ante mi cuarto ate– rrados, pidiendo protección al par que un kang caliente para pasar aquella fria noche de febrero... ! Llamar al orden a los soldados e intentar hacer una protesta enérglCll ante semejantes desafueros era, en aquellas circunstancias, no solo inútil, sino altamente perni– cioso, toda vez que entonces se hallaban e."<citadlsimos y dispuestos quizá hasta deshacer con las armas cualquier obstáculo que se les cruzara por delante. La prudencia más elemental, pues, exigia no meterse en la guarida del león mal herido, y así optamos por ceder– les aquellas miserables casuchas, ya que preveremos que no podía durar mucho tiempo aquel estado anormal de cosas. Los Seminañs– tas fueron instalados en nuestro mismo patio, aprovechando unos cuartos desocupados que solían servir para huéspedes. Aquellos días fueron eternos e inacabables para nosotros, y nuestro estado de áni· mo decaidísimo, ya que a cada momento temíamos oír los cailones del ejército vencedor atacando a los refugiados, al tiempo que estos se entregarían al pillaje más desenfrenado. Yo confieso ingenuamen– te que, durante un mes entero, me vi en la precisión de dormir con todo la ropa puesta y levaotándome apenas sentía los primeros la– dridos del perro. En semejante zozobra y sobresalto hubimos de vi-

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